La familia de san Juan Pablo II

20 de mayo de 2020

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Cuentan que san Juan Pablo II pasó gran parte de su vida acompañado de un retrato de sus padres y que tenía cerca de él ese retrato el mismo día de su fallecimiento, el 2 de abril de 2005. Hay que reconocer que no es frecuente ese tipo de devoción, pues a algunos una fotografía de este tipo les produciría nostalgia y tristeza. En cambio, KarolWojtila tuvo presentes a sus progenitores hasta su partida hacia el cielo, el 2 de abril de 2005. Por eso no me resulta extraño el detalle que se publicó durante la primera visita de aquel papa a Zaragoza. Pasó la noche del 6 al 7 de noviembre de 1982 en el palacio arzobispal, y hubo quien tuvo la delicadeza de colocar el retrato de sus padres en la mesilla. Fuera quien fuera, pienso que el Señor se lo pagará con creces. A mí me recuerda el dicho de Jesús de que no quedará sin recompensa aquel que de un vaso de agua a un niño. Fue un detalle de ternura, y sobre todo de exquisita caridad, que a mí me sigue interpelando.
 
La madre del papa se llamaba Emilia Kaczorowska. Su imagen presenta cierto parecido con su hijo, con un rostro cuadrado y macizo, ojos grandes y nariz sobresaliente. Hija de unos pobres artesanos, su vida ha sido dolorosa, pues pronto quedó huérfana de madre. Era una mujer de fe robusta y piedad ardiente, con una especial inclinación a las devociones marianas. Nunca gozó de buena salud, pero el nacimiento de su hijo Carol le infundió la fuerza y la alegría de ver crecer a un niño sano y robusto, en contraste con una hija que seis años antes había fallecido al nacer. Emilia había encontrado en un joven militar llamado Karol, que llegaría a capitán, el compañero ideal. Le atrajeron no solo su buena educación y cortesía sino también su profunda piedad. Destinado en la guarnición de la pequeña ciudad de Wadowice, el capitán Wojtyla tenía un sueldo modesto y llevaba una vida un tanto rutinaria. Pasaba muchas horas fuera del hogar, aunque llegaba a tiempo a casa para compartir una apacible vida de familia cristiana en la que jugaban un papel destacado la oración y la meditación, aunque también las lecturas de historia y literatura de Polonia, la patria que había recuperado su independencia en 1918. Tal y como dijo un biógrafo del papa, aquel hogar era un pequeño Nazaret.
 
A los nueve años el joven Karol, al que familiarmente llaman Lolek, asistirá a la muerte de su madre. Tiene cuarenta y cinco años, y ha sido víctima de una nefritis. El padre que en aquel 1929 ha cumplido los cincuenta, se ve obligado a retirarse del ejército para cuidar de su hijo pequeño. Hay también un hijo mayor de veintitrés años, Edmund, que un tiempo atrás había marchado a la cercana Cracovia para estudiar medicina. Este hijo, destinado en diversos hospitales, hará frecuentes visitas al hogar familiar para encontrar a su padre y a su hermano. Sin embargo, en 1932, con tan solo veintiséis años, Edmund muere de escarlatina. Se ha contagiado de una enferma a la que se había empeñado en curar. Tal era su carácter generoso y enérgico, de una apasionada entrega a su vocación de médico.
 
Los dos Karol, padre e hijo, permanecen en el hogar de Wadowice. El padre prepara la comida se hace cargo de la limpieza y supervisa las tareas escolares del niño. Además, en aquella casa se rezan muchos rosarios, un modo de acercarse a la Madre celestial en ausencia de la madre terrena. El hijo asiste primero a una escuela municipal, y luego al liceo de la ciudad. Es un estudiante destacado en muchas materias, especialmente en religión, y también será un esforzado portero de fútbol, que se gana la simpatía de sus compañeros, entre los que hay muchos judíos. Antes de la Segunda Guerra Mundial, aproximadamente un tercio de la población de la ciudad era judía. Al joven Karol le impresionará el sumo cuidado que los judíos ponen en sus ritos religiosos, lo que a veces contrasta con unas iglesias cristianas vacías y con una piedad rutinaria. Muchos años después, al visitar la sinagoga de Roma, siendo ya papa, afirmará que “los judíos son nuestros hermanos mayores en la fe”.
 
La invasión alemana de Polonia en septiembre de 1939 sorprende a Karol Wojtyla estudiando en la universidad de Cracovia. Su vocación parecía ser entonces la filología polaca, pero los alemanes cerraron la universidad, y el joven tuvo que ganarse la vida trabajando en una cantera, mientras iba madurando en su interior la posibilidad de una vocación sacerdotal gracias a la dirección espiritual de un laico católico, el sastre JanTiranowski. Sin embargo, el 18 de febrero de 1941, al regresar de casa al trabajo, el joven encuentra muerto a su padre. Había fallecido de un repentino paro cardíaco. Estaba solo humanamente, pero unido a Dios más que nunca pues solo Él podía ser el buen pastor en el camino de su vida.
 
Se diría que Dios había ido quitando los apoyos humanos al joven Wojtyla, aunque en medio del dolor, experimentado también en las vidas de Jesús y María, siempre estuvo dispuesto a lo que Dios quería de él. Cumplió en su vida la voluntad divina, que le llevó a donde ni él mismo hubiera podido imaginar, pero al mismo tiempo mantuvo una continua gratitud a una familia que le había dado todo, en lo espiritual y en lo humano.

 

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