Halloween y el límite del mal

27 de octubre de 2020

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La llegada del 31 de octubre me produce una enorme tristeza. De ser la víspera de una jornada luminosa, la víspera de la Solemnidad de Todos los Santos, hemos visto convertirse esta fecha en una noche de oscuridad y de pecado: la noche de Halloween.

Yo siento el alma esta noche como si fuera Jueves Santo y estuviéramos acompañando a Cristo en su agonía de Getsemaní. Resuenan en mi interior esas palabras que pronunció el Señor en el momento del prendimiento: «Esta es vuestra hora, la del poder de las tinieblas» (Lc. 22, 53). Se multiplican en esta noche misas negras, rituales satánicos y pecados de todo tipo. Cierro los ojos y la imagen que me viene es la de Nuestro Señor entre los Olivos, que llama a sus amigos y les confía: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt. 26, 38).

Supongo que habrá quien, al leer estas líneas, piense: «Hermana, te estás pasando, ¿no? Es solo una fiesta». Pues tengo que responderles que no, que ni me paso, ni Halloween es una simple fiesta. Halloween es un evento de origen preternatural, es decir, demoniaco. Y el demonio sabe lo que quiere conseguir esta noche. Lo explica don Javier Luzón, que durante muchos años fue exorcista de la Archidiócesis de Madrid y sabe lo que dice: «Todos los que celebran Halloween de forma consciente o inconsciente están abriendo puertas al enemigo, es decir, a Satanás». Yo me estremezco cuando pienso en la inconsciencia de tantos padres y madres que animan y facilitan a sus hijos la participación en las celebraciones de Halloween. Porque una vez que dejamos una puerta abierta, seguramente Satanás la usará antes o después. Recuerdo una conversación que tuve al conocer a un exorcista. Reconozco que no pude evitar un comentario de sorpresa cuando me dijo que, en esos momentos, estaba atendiendo a unas cincuenta personas con posesión diabólica. Me respondió: «¿Se asusta por cincuenta personas? Pues espere, que lo peor está por venir. Tenemos los colegios llenos de niños y de niñas que con diez u once años ya están haciendo la Ouija, el Charlie-Charlie y tantas otras cosas… Dentro de pocos años les tendré haciendo cola en mi puerta para recibir un exorcismo». 

Frente a esta marea negra de pecado, que parece invadirlo todo a nuestro alrededor y que amenaza con engullirlo todo bajo sus aguas pútridas, a veces sentimos la tentación del desaliento y nos preguntamos si existe un límite al mal, o si el mal terminará por engullirlo todo. San Juan Pablo II, que conoció y sufrió en primera persona las enormes tragedias del siglo XX, también se preguntó si había un límite al mal, y qué podía detener esa marea infame. Y encontró y vivió la respuesta. Porque sí, el mal tiene un límite, un límite que el demonio no puede franquear. Ese límite es la Cruz de Cristo. Y quien se abraza a Jesús crucificado, al Amor crucificado, amplía el límite del bien y colabora en poner coto al mal. 

Gracias a Dios, las reuniones satánicas y los festejos diabólicos más o menos inconscientes no serán los únicos encuentros esta noche de Halloween. Como contrapartida, en tantos lugares del mundo, muchos de nosotros nos reuniremos, con espíritu de reparación, para «velar y orar» junto a Jesús (cfr. Mt. 26, 41). Jesús llama a sus amigos en esta noche, en este nuevo Getsemaní impulsado por «el poder de las tinieblas». Cuando un corazón sufre, necesita el consuelo y la compañía de aquellos a los que ama. Pero Jesús no nos llama solo porque Él nos necesite a su lado, Jesús nos llama sobre todo para protegernos del poder del Maligno. Como una gallina reúne a sus polluelos bajo las alas para resguardarlos del peligro ante una amenaza, así hace Jesús en esta noche en la que en nuestras calles parece reinar Satanás: extiende sus brazos sobre nosotros para protegernos (cfr. Mt. 23, 37).

Estamos inmersos en una gran batalla, una batalla espiritual en la que se enfrentan dos banderas: la de Cristo y la de Satanás, como San Ignacio de Loyola describió en sus Ejercicios Espirituales. De manera incomprensible incluso para la razón, hay quien escoge servir a Satanás, como vemos en esta noche de Halloween. Otros no acaban de decidirse. Querrían salvarse, claro… pero sin renunciar a nada. Pero en esta batalla no existe la neutralidad y quien no escoge decididamente a Jesucristo, termina igualmente al servicio de Satanás. Es más, termina esclavo de Satanás, porque Satanás —que no conoce el amor, que es un ser que ha destruido en sí la capacidad de amar— el único tipo de relación que conoce es el dominio, es someter y destruir a quien le sigue. 

Pero atención, porque a veces miramos hacia fuera del templo pensando que es ahí donde están los que dañan y ofenden a Jesús. Pero el Señor, ¿puede mirar hacia nosotros y encontrar amigos de verdad? Con demasiada frecuencia, le decimos a Jesús: «Sí, yo soy tu amigo, pero esto… esto no lo toques». Satanás gana fuerza cuando los cristianos no amamos a Jesús con un amor sin condiciones. Esta noche de Halloween en la que la batalla arrecia, vamos a escoger bandera de una vez para siempre. Recuerdo el testimonio que daba la Hna. Clare Crockett cuando hablaba sobre su conversión. Cuando besó la Cruz, ese Viernes Santo del año 2000, comprendió todo lo que Jesús había hecho por ella. Comprendió también que, para corresponder al amor de Jesús, no valía ya cantar canciones, ni hacer poesías o contar chistes… Ella contó después: «Nada de lo que yo pudiera hacer podría consolarlo, solo el darle mi vida». Para consolar a Jesús, para poner un límite al mal, para servir definitivamente a la bandera de nuestro capitán Jesucristo, cada uno de nosotros debe entregarle la vida de la forma en la que nos la pida.

 

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