Sonrisas y aplausos para el aborto

23 de mayo de 2014

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Este 21 de mayo en la cuenta pública realizada por Michelle Bachelet, entre las paredes del Congreso, sonaron los aplausos más aterradores que jamás haya escuchado en este acto republicano. Eran los aplausos que condenan a muerte, a través del aborto, a los niños que están por nacer. Los ojos y las sonrisas de quienes aplaudían eran la significación misma del desprecio por el ser humano.
 
Esos aplausos son la evidencia de la profunda crisis cultural en que hoy se vive -fundamentada en el escepticismo del saber y de la ética-, en que el proceso inicial de la vida ya no se considera como parte integrante del proceso unitario de ella, con consecuencias tan graves como provocar la muerte a un ser inocente.
 
Es cierto, al ser humano le cuesta hacer operativa la frase del libro El Principito, “lo esencial es invisible a los ojos”. Lo digo porque existe una primigenia regla de que no se puede matar a otro, pero en casos límites esta consideración se torna confusa. Y se ataca precisamente ahí, donde la vida es indefensa y manipulable atendiendo a circunstancias exclusivamente pragmáticas.
Se dice que se pretende legalizar el aborto en casos de peligro de vida de la madre, de violación y de inviabilidad del feto. En realidad lo que se pretende es escoger a quién se va a dejar sobrevivir y a quién no, por interponerse en el camino de la propia libertad y la autorrealización. Cuando el ser humano no existe en su forma externa la conciencia del “no matarás” se termina por extinguir.
 
Es este pragmatismo y materialismo el que termina provocando un cambio profundo en la forma de entender la vida, que concluye por afectar las relaciones de los hombres entre sí y aplastando una multitud de seres débiles e indefensos.
 
Diversas doctrinas filosóficas de raíz nihilista o constructivista han provocado una progresiva pérdida de conciencia en las personas y en la colectividad sobre la grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana inocente, especialmente la que está en su inicio y no tiene como defenderse.
 
Solo respecto de las cosas se puede disponer, solo aquello que ontológicamente considerado no es un ser puede servir de instrumento, y la aceptación del aborto en la mentalidad actual es señal de la crisis moral que hace imposible distinguir entre qué es el bien y el mal, entre quién es un sujeto y qué es un objeto.
 
Simona Sparaco cuenta en su libro “Nadie nos conoce” la historia real de su embarazo tras una larga e impaciente espera junto a su marido. Tienen ya listas la cuna y la habitación del bebé, al que su madre habla largo y tendido mientras se acaricia el vientre. Pero desafortunadamente, al quinto mes, cuando el feto está ya del todo formado, la ecografía detecta que algo no va bien. Es al parecer un problema en los huesos que tendría como consecuencia que el pequeño podría padecer de enanismo. Así, la dulce espera se torna cuesta arriba.
 
En Italia, país de la escritora, el aborto en una etapa tan avanzada no es legal; así que el matrimonio vuela a Londres, donde consulta con uno de los mejores genetistas. Éste no solo confirma el diagnóstico, sino que además sugiere actuar de inmediato, sin dejar pasar más tiempo. Aturdida por las circunstancias, bajo una tremenda presión, la joven madre se ve así abocada a un aborto terapéutico. Pero el bebé siente algo y, justo antes de concluir la operación, empieza a arañar y a patalear como un loco, aunque su rebelión y apego por la vida no detiene el proceso. El médico, con suma precisión, alcanza con una aguja el corazón del niño que al punto deja de latir. El vientre de la joven madre porta ahora la muerte durante dos días, hasta que, con no poco esfuerzo y dolor, logra expulsar el cuerpo de su hijo.
 
Esa historia me hace pensar en las paradojas. Mientras Bachelet dictaba pena de muerte a los que están por nacer, recordaba al mismo tiempo cómo nos unía a los chilenos nuestro amor por las mascotas y cómo el gobierno quiere cuidarlos y facilitar su convivencia especialmente en las ciudades.

 

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