Criticar el relativismo imperante en nuestra sociedad supone exponerse a duras críticas porque una opinión extendida es que relativismo equivale a pluralismo y libertad. Atacar el relativismo supondría tomar partido contra estos valores y defender supuestas formas rígidas y autoritarias de concebir a la persona y organizar la sociedad. Pero si profundizáramos un poco en el concepto, a lo mejor descubrimos que los sinónimos más ajustados de relativismo son individualismo y subjetivismo.
Precisamente ese subjetivismo que pretende entender de todo, aunque no haya profundizado en nada, prescinde poco a poco de la razón para interpretar los problemas sociales, políticos y filosóficos, y reduce todo a un psicologismo sentimental. Sobran los expertos o los estudiosos porque el yo soberano ha decidido que lo que yo digo o pienso es la verdad, que mi opinión vale tanto como la de los demás o acaso más porque es la mía. El subjetivismo radical puede escuchar con educación el consejo del especialista pero no se moverá un ápice de su posición porque si lo hiciera pensaría que se coarta su libertad. Lo primero es la libertad individual antes que todas las verdades o certezas del mundo si es que realmente existen porque todo es relativo, tal y como afirma el dogma profesado. Asistimos así a la paradoja de que los que dicen haberse emancipado en nombre de la razón y optado por la libertad, caen en un rígido inmovilismo que les impide admitir la posibilidad de cambiar sus posiciones preconcebidas. No hay ninguna verdad que descubrir. Esta actitud irracionalista es fruto del relativismo.
Pero otro fruto relativista es la desconfianza hacia todo lo que nos rodea: pensar que nadie obra rectamente sino que todos actúan con doblez para ocultar sus intenciones. Dicho de otro modo, todo es mentira porque nada es verdad. La desconfianza también es una vía hacia el irracionalismo. En esas circunstancias, el ser humano es un animal aislado tan sólo preocupado por marcar el territorio del santuario de su autonomía personal. Lo malo es que la desconfianza sistemática alimenta el odio y se puede llegar a “deshumanizar” a los demás. Esto supone privarles de rostro, de su condición de personas concretas, porque así es más fácil desatar la rabia y el rencor. Al final el otro no es un “él” sino un “lo”, un peligroso ismo que hay que desechar. Mas lo peor es que algunas veces el odio se disfrace de realización de la justicia, de exigencia de los propios derechos. ¿Son de verdad derechos o coartada de egoísmos individuales o colectivos? Pero el término “egoísmo” está proscrito para muchas personas porque supone un juicio de valor –y encima con fundamento objetivo- acerca de conductas que suelen fundamentarse en una libertad sin límites. Sin duda, este sería el eslogan más apropiado para los actuales tiempos: “¿Qué es libertad? ¡Mi santa voluntad!”. Este planteamiento también nos lleva hacia la irracionalidad.