El desafío del amor, el desafío de los jóvenes hoy

10 de noviembre de 2018

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El amor es algo tan grande, que es lo único digno de la persona humana.

Hijos de su época, los jóvenes se mueven en el mundo de las redes y comunicaciones sociales, las manejan como “nativos digitales” generando nuevos estilos de comunicación, que facilitan vínculos con agilidad y permiten un mayor alcance de la información.

Por otro lado, sin embargo, son víctimas de falsos ídolos en otras dimensiones, como el placer fácil confundido con el verdadero amor, las evasiones prometidas como felicidad, el miedo al compromiso como fruto de experiencias dolorosas, muchas de ellas cercanas, y, todo ello, en medio de una cultura de relaciones y vivencias poco profundas y más bien superficiales. Quieren protagonizar los nuevos rumbos de la sociedad, pero siempre saben cómo hacerlo.

Junto a lo anterior, también se ha puesto de manifiesto su gran sensibilidad hacia los hermanos necesitados, su deseo profundo de amar y ser amados y su inquietante cuestionamiento acerca del sentido de bien y el mal y de la libertad.

El joven, por lo tanto, no ha perdido su anhelo de metas elevadas ni tampoco, aunque parezca lo contrario, de un sentido religioso de la vida. Pero necesita ayuda para descubrir que es posible vivir un amor verdadero con el que comprometerse y por el que dar la vida, sí, la vida. Y también para aprender que esa autenticidad en el compromiso no se improvisa, sino que exige ir dando pasos en la madurez personal que nos capaciten para amar de verdad. Pues tal amor no es amar por placer o por utilidad, o porque se sientan ganas, sino porque se es consciente de que la persona con la que se quiere construir ese proyecto de vida común es valiosa y digna de ser amada por sí misma, hasta el punto de perdonarle sus defectos y superar cansancios y dificultades para caminar juntos, y levantarse después de cada caída en el camino conjunto. Esta manera de amor, a la que Santo Tomás denomina de benevolencia (que significa, querer bien al otro, es decir, buscar su bien), hay que aprender a vivirla, sobre todo porque el peso del egocentrismo, como manifestación de inmadurez, puede jugar en contra en la forma del amor de concupiscencia y ha de contrarrestarse para ser capaces de pensar en el otro antes que en sí mismo, desde una comunión y comunicación profunda de los ideales que nos unen. Así lo enseña el Aquinate, que supo mucho de esto de amar de verdad:

“[…] no todo amor tiene razón de amistad, sino el que entraña benevolencia; es decir, cuando amamos a alguien de tal manera que le queramos el bien. Pero si no queremos el bien para las personas amadas, sino que apetecemos su bien para nosotros, como se dice que amamos el vino, un caballo, etc., ya no hay amor de amistad, sino de concupiscencia [...] Pero ni siquiera la benevolencia es suficiente para la razón de amistad. Se requiere también la reciprocidad de amor, ya que el amigo es amigo para el amigo. Mas esa recíproca benevolencia está fundada en alguna comunicación” (Suma Teológica, II-IIa, q. 23, a. 1).

Pero volvamos a los jóvenes, que son el centro de estas reflexiones. Ellos son los más llenos de esperanza, como también el mismo santo Tomás, pero también los más imprudentes, y esto porque tienen menos experiencia y son más impulsivos. Pues, en efecto, “por el calor de la naturaleza, abundan en espíritus vitales, y por eso se les ensancha el corazón. Por eso los jóvenes son animosos y tienen buena esperanza. De la misma manera […] por su inexperiencia de los obstáculos y deficiencias, fácilmente consideren posible una cosa” (Ibid, I-IIa, q. 40, a. 6, in c).

A pesar de lo verdadero de esta afirmación, no debemos olvidar que la falta de experiencia propia puede equilibrarse con la virtud de la docilidad al consejo de personas experimentadas y que puede ejercitarse además en esas pequeñas y grandes virtudes que permiten querer el bien, para sí y los demás, no sólo cuando se sienten ganas, sino siempre.

El amor es algo tan grande, que es lo único digno de la persona humana. Lo demás –amar sólo a temporadas o servirse de las personas egoístamente- lo degrada. Por su grandeza hay que pagar un hermoso precio: el prepararse a darse al otro desde la generosidad, desde el autodominio, templanza, la castidad, la prudencia, la paciencia, la misericordia, justicia, etc. Así es posible el compromiso, el del amor verdadero que es la base de la familia, como comunidad de vida y de amor, y que vivió de manera ejemplar el modelo de familia, la más Sagrada, integrada por Jesús, María y José.

¿Y qué mejor que terminar con el testimonio reciente de una estudiante de la Santo Tomás, cuando dice lo siguiente? “Nosotros como jóvenes tenemos esa inquietud que, al igual que los santos, es ser minorías creativas que comienza por querer buscar un cambio en uno mismo y luego continuar un cambio en nuestro entorno y por último en la sociedad”.

Desafío, sí, pero lleno de esperanza: el del amor verdadero.

 

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