"Los odiaba tanto que le decía al Señor que iba a matarlos"

25 de mayo de 2018

El 17 de septiembre, de madrugada, Andrés se presentó en casa de su hermana Jeny Castañeda. «Tata, nos mataron a la mamá. ¿Qué vamos a hacer?», soltó nada más verla el muchacho, de 16 años.

Compartir en:



Ramón Isaza, alias el Viejo, es responsable de la muerte de 600 personas. Y, sin embargo, llegó a tener miedo de una mujer que nunca había empuñado un arma: Jeny Castañeda. Isaza había fundado el grupo paramilitar colombiano Autodefensas Unidas Campesinas en la región del Magdalena Medio. Se alzaron en 1978 para luchar contra las guerrillas, pero ellos mismos acabaron sembrando el terror en la zona. En 2006, se entregó con sus 990 hombres a las autoridades, al amparo de la Ley de Justicia y Paz aprobada un año antes por el Gobierno de Álvaro Uribe para la desmovilización y reinserción de paramilitares.
 
Desde entonces, cada vez que el Viejo comparecía ante los tribunales, Jeny estaba allí. Con una camiseta y un cartel, reclamaba justicia para su madre, la líder comunitaria Damarys Mejía. Isaza ya la había reconocido como su víctima número 517, lo que daba a su familia derecho a una compensación económica. «Pero para mí, la reparación más importante era la simbólica», explica Castañeda.



También esta reivindicación se cumplió. En 2013, Isaza «reconoció que ella era una líder “de las buenas”, y que mandarla matar había sido su mayor error. Yo le dije: “Un error tan grande que dejó a unos hijos sin mamá y a una comunidad sin líder”. Él agachó la cabeza. Seguí: “Míreme a los ojos, como cuando ordenaba matar. Pídale perdón a Dios y, cuando Él le hable, me busca”. Los odiaba tanto que le decía al Señor que iba a matarlos».
 
Jeny no podía dejar atrás aquel 17 de septiembre de 2001. Damarys, que ya había impulsado la construcción de dos barrios para personas humildes, estaba acampada con 60 familias en Hacienda Nápoles, una finca abandonada en Puerto Triunfo que había pertenecido al narcotraficante Pablo Escobar. Intentaba poner en marcha un pequeño asentamiento, que esperaba que se convirtiera en un barrio.
 
Su hijo Andrés, de 16 años, estaba con ella aquella tarde, cuando los hombres de Isaza la amenazaron. «De aquí me sacarán muerta», fue su respuesta. Ya de noche, el muchacho volvía a la casa familiar cuando oyó disparos. Al retroceder, encontró a su madre atravesada por las balas. Se presentó de madrugada en casa de Jeny, que vivía con su bebé en Puerto Triunfo. «Tata, nos mataron a la mamá. ¿Qué vamos a hacer?». Jeny, de 20 años, se hizo cargo de Andrés y de Natalia, de 15. Así se lo había prometido a su madre el día anterior, cuando esta fue a despedirse por si acaso.
 
Castañeda recuerda ese día «como si fuera ayer. Pero ya no es con dolor ni rabia, sino con una tranquilidad y paz que solo Dios sabe darte». Durante doce años no fue así. Pero en 2013, unos meses después de ese último cara a cara con Isaza, todo cambió.
 
Dos rosarios diarios
 
En el aniversario del asesinato de Damarys, Jeny fue ingresada para tratarse un cáncer de tiroides que acababan de diagnosticarle. «Esa noche soñé con mi madre. Me decía que iba a salir de esa. Que cuando me dieran el alta iba a venir a verme Ramón Isaza, y que lo tenía que perdonar. Me contó que él rezaba cada día dos rosarios, uno para que yo tuviera paz y otro para que ella lo perdonara. Me encargó que, cuando lo tuviera delante, le dijera de su parte que lo había perdonado, y que le diera un beso y un abrazo».
 
Le dieron el alta un viernes. Ese mismo lunes, a primera hora de la mañana, unos hombres llamaron a la puerta de su casa. El Viejo estaba en una cárcel de máxima seguridad que hay en Doradal para ayudar a localizar fosas comunes, y pedía verla. Armada de valor y con su abuela Estela a su lado, se presentó en el centro penitenciario. El inicio de la conversación fue tenso. Pero en ese momento apareció el capellán para dar la comunión al reo. Para sorpresa de Jeny, era el padre José Hernán, un amigo de la familia que «había hincado mucha rodilla y ayunado para que yo perdonara».
 
Ramón le contó que había sentido que Dios le impulsaba a volver a hablar con ella, y le confesó que cada día rezaba dos rosarios, por ella y su madre. Todo como había soñado Jeny. En ese momento, «el padre me cogió de los brazos y me dijo que era hora de que le dijera a Ramón lo que mi mamá mandaba». Jeny se derrumbó, pero entre sollozos recibió la fuerza para hacerlo. «Cuando lo abracé, sentí como si me sacaran un puñal del corazón».
 
Pasaron el resto del día juntos. Una vez obtenido el perdón, Ramón tenía otra petición: que visitara en la cárcel La Picota, de Bogotá, a parte de sus hombres, incluido su propio hijo Oliverio, alias Terror. «Para él era muy importante. Inmediatamente le dije que sí. Cuando llegué a La Picota había doce o 13 personas esperándome. “Qué bueno que vino”, decían. Los abracé y besé a todos… y solo al final me dijeron que el último era el que apretó el gatillo contra mi madre. Me derrumbé sobre una silla».
 
Del perdón a la amistad
 

Ya en libertad condicional y con un brazalete electrónico, Ramón y sus hombres siguen pidiendo perdón a sus víctimas. Eso sí, en la intimidad. El caso de Jeny es excepcional, y por eso ha tenido más eco mediático. «Muy pocas personas han perdonado –reconoció Oliverio al diario El Espectador–. Y los pocos que lo han hecho dicen “yo los perdono”, pero nunca ha habido un diálogo tan sincero. Es una decisión fuerte la que tomó ella». Por ello, no dudan en dar testimonio juntos a favor de la reconciliación y la paz cada vez que tienen ocasión. Aunque para ello tengan que ser cautelosos, pues Ramón está amenazado.
 
Se han implicado en la plataforma Desarmados, un proyecto que lidera el salesiano Fabio Díaz para dar a conocer historias de víctimas y victimarios. Hace dos meses, Jeny y Oliverio acudieron juntos al colegio salesiano Sufragio, en Medellín (Antioquía). «Al principio Oliverio no quería salir al escenario. Lo llaman Terror, pero es muy callado. Al final, habló. Contó cómo su padre le dio un arma siendo niño y lo llevó a luchar. Y que ha descubierto que la guerra no vale la pena, que no deja nada». Jeny, su abuela y Ramón aparecen también en el El mayor regalo, del cineasta Juan Manuel Cotelo. Este documental, que recoge testimonios de perdón en lugares como Colombia, Ruanda o Irlanda, está en las fases finales de producción y se estrenará dentro de unos meses.
 
Jeny sigue luchando contra el cáncer. Pero no le faltan proyectos. El curso que viene empezará Derecho, y acaba de poner en marcha con Oliverio una fundación con el nombre de su madre, para ayudar a víctimas y a victimarios desmovilizados. La idea –subraya– partió de él, y tomó forma el pasado febrero. Del odio han pasado a una amistad tan estrecha que «siempre me insisten en que no los vaya a dejar ahora».

El perdón de Jeny Castañeda y su familia a los asesinos de su madre les ha costado no pocas incomprensiones. «La gente nos pregunta por qué. Nos dicen cantidad de groserías». Eso ha llevado a que, «a veces, me entren ganas de salir del país y no saber más de todo esto. El diablo me tienta. Pero, ¿cómo me voy a ir, con todo lo que hay que hacer?».
 
Es, además, consciente de que su testimonio puede ayudar a muchos, incluidos los escépticos. «Lo que contamos ha hecho llorar y pensar a más de uno. Ven cómo personas que fueron tan poderosas que se hacían dios en la tierra han desarmado su corazón, y también lloran y sufren. Ha servido de ejemplo a muchas personas que odian por conflictos muy pequeños». Este fruto alimenta especialmente a los exparamilitares, que se dan cuenta de que «a pesar de todo lo malo que hicieron, ahora hacen algo bueno. Cuando la gente les da las gracias, se les llena el corazón».


 

Compartir en:

Portaluz te recomienda