«Nuestra Señora de Fátima salvó mi fe mostrando a los niños el Infierno». Testimonio de Peter Wolfgang

16 de agosto de 2021

"Cuando nada menos que la mismísima Madre de Dios baja del Cielo… hay que prestar atención".

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El 13 de julio de 1917, en la tercera de sus seis apariciones aquel año en Fátima, la Santísima Virgen María -quien allí se reveló como “Señora del Rosario”- ofreció a los tres pastorcitos videntes una impactante visión del infierno. Luego de ello les explicó la importancia de esa visión: “Visteis el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, se salvarán muchas almas y tendrán paz. (…)
 
Peter Wolfgang era un niño tan pequeño como Francisco, el pastorcito de Fátima, cuando su abuela materna le relató los acontecimientos acaecidos en Cova da Iría (Portugal). Y fueron en particular esas revelaciones sobre el infierno las que más le impactaron.  Así lo relata este hombre que hoy es el director del Family Institute of Connecticut -dedicados a la defensa de la vida y la familia-, en un testimonio que ha publicado el Catholic Herald.
 
El infierno es real y debemos reparar por los pecadores


 
Hijo de padre judío y madre católica, durante su infancia en los años 70 los padres le enviaban con su hermano a una Escuela Dominical cristiana, “la Church of the Nazarene”. Pero la abuela materna, portuguesa-estadounidense, se encargaría de que Peter fuese católico.  “Ella tenía una intensa devoción por Nuestra Señora de Fátima, que me transmitió. De las palabras de la Virgen a los niños, aprendí que el infierno era real. La vida importaba. La forma de vivir importaba. Aprendí que la Iglesia me dice la verdad, aunque yo no quisiera oírla. Aprendí que el infierno es real, y también la posibilidad de condenación, pero también el amor y la misericordia de Dios”.
 
Si bien Peter nunca llegó a imitar el heroísmo ascético de los pastorcitos de Fátima, recuerda que “las dos cosas que más se me quedaron de la devoción de mi abuela fueron el deseo de reparar por los pecadores, y el miedo al infierno”.  Rezaba entonces todas las noches la oración de reparación por las ofensas de los pecadores, que el Ángel de Portugal enseñó a los pastorcitos en las apariciones de 1916: “¡Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo! ¡Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman! (…) Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te adoro profundamente y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes con los que Él es ofendido. Por los méritos infinitos del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pecadores”.
 
El regalo de un signo extraordinario


 
El momento crucial de la devoción que Peter cultivaba por la Virgen de Fátima, llegó cuando en 1985 los abuelos le llevaron a él y su hermano a Portugal. La madre de los niños se les unió a mitad del viaje y les contó acongojada que una buena amiga tras sufrir un accidente en moto tenía una lesión cerebral catastrófica.
 
Cuando unos días después llegaron al Santuario de Fátima, Peter y su hermano -como tantos otros penitentes- se desplazaron de rodillas desde el ingreso hasta la Capilla de las Apariciones, rezando y ofreciendo por la sanación de esa amiga de su madre. “Ella se recuperó, casi por completo, y vivió otros 14 años. Fue a partir de esta experiencia con la Virgen de Fátima, a los 15 años, que comencé a rezar el rosario diariamente. Necesitaba esa gracia. No sólo para hacer frente a las luchas de la adolescencia. Mi fe pronto sería desafiada desde el interior de la propia Iglesia”.
 
Esa prueba inició durante el viaje del Papa San Juan Pablo II a los Estados Unidos en 1987. Criado en el “catolicismo del Viejo Mundo”, con una devoción a la Virgen de Fátima nutrida por la extraordinaria experiencia de lo sucedido a la amiga de su madre -dice- “me resultaba incomprensible que cualquier católico se dirigiera al Papa como lo haría con su congresista, con una letanía de quejas y una exigencia de que ajustara sus políticas en consecuencia. ¿Acaso no conocían la diferencia entre la política democrática y la doctrina divina?”
 
Conflicto y crisis


 
Tras esa visita cayó bajo el influjo de un carismático líder juvenil de su parroquia. A los pocos meses, con 17 años, Peter era igual de crítico y liberal. Sin embargo, el vínculo no estaba roto y su conciencia le decía interiormente que estaba en un error.
 
Acallando esa voz interior pronto se convirtió en un referente del grupo y el líder le pidió que propusiera temas para la reflexión de todos. Sus dos primeros temas se relacionaban con asuntos de justicia social, propios de la actividad que realizaba el grupo visitando comedores sociales y otros lugares similares.
 
“Pero cuando llegó mi siguiente turno, quise hablar del Cielo, el Infierno y el Purgatorio. Dirigí un debate sobre cómo las decisiones que tomamos en este mundo, nuestros pecados personales, pueden tener consecuencias eternas. Mis compañeros adolescentes no conocían a la Virgen de Fátima y parecía que escuchaban por primera vez la posibilidad de la condenación eterna. El ministro de la juventud, claramente incómodo con el tema, les aseguró que no debían temer. Dios los amaba y todos iban a ir al Cielo. El mensaje de Fátima había quedado obsoleto. La experiencia me dejó confundido. Él era la autoridad adulta y su camino parecía más fácil. ¿Pero qué pasaba con Fátima? ¿Se había equivocado la Virgen?”
 
Como un péndulo
 
Peter no confrontó al líder, guardó silencio. Luego, tras ingresar a la universidad, se movió hacia el extremo conservador de la fe leyendo regularmente la New Oxford Review. “Aquélla era de nuevo la fe de mi abuela, combinada con tesoros intelectuales que desconocía por completo”. Al graduarse conoció a un sacerdote cuyo influjo liberal sedujo de nuevo a Peter…
 
“La suya era una ambigüedad que se convertía en disidencia. Por lo general, no lo decía directamente. La disidencia era más bien lo que no decía. Bajo su influencia, me sumergí en la cultura de la disidencia. Pero ahí, de nuevo, estaba ese tirón. Yo seguía siendo el niño que había conocido la devoción a la Virgen de Fátima por su abuela y a mediados de mis veinte años, ya no pude resistir el impulso”.
 
Lo que la Virgen de Fátima confirmó


 
El punto de quiebre llegó para Peter cuando su novia -futura esposa-, que era entonces atea se convirtió al catolicismo y comenzó a formarse con los cursos de RCIA en su parroquia. La acompañó a una de las charlas y cuando escuchó al catequista afirmar que el diablo no es una persona real, que las oraciones no tienen ningún efecto sobre las almas de los muertos, Peter explotó.
 
“Eso fue todo para mí. Eso no es lo que nos mostró Nuestra Señora de Fátima. Ese no era el catolicismo que había aprendido de mi abuela. Había terminado con la disidencia. Porque cuando nada menos que la mismísima Madre de Dios baja del Cielo, te dice que reces el rosario, da instrucciones específicas para el Papa, hace predicciones sobre acontecimientos mundiales que luego se hacen realidad; y se las hace a tres niños pequeños que no tienen ni idea de lo que está hablando; y luego provoca un milagro que es presenciado por 70.000 personas, del que se hacen eco los periódicos ateos, entonces hay que prestar atención. Y las verdades del catolicismo no pueden ser negadas, especialmente por los disidentes católicos que quisieran borrar las partes que les incomodan”.
 
“El catolicismo es algo real. Es algo concreto. No es tu amigo invisible. No es algo que se inventa sobre la marcha para calmar tus ansiedades. El catolicismo es algo fuera de ti, algo que te desafía. Te pone una meta que, si te descuidas, puede que no alcances. Pero ahí radica tu necesidad y tu fe en la misericordia de Dios. Fue Nuestra Señora de Fátima quien me guió de vuelta a mi fe y, de hecho, salvó mi fe, mostrando a los niños el Infierno. Gracias, María”.

 

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