Por un cristianismo del rostro

28 de enero de 2020

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No hace mucho tiempo fui con mi familia a Niza y, sin buscarla, nos encontramos casualmente con la catedral ortodoxa de San Nicolás, la única catedral del patriarcado de Moscú en Europa Occidental. Es un soberbio edificio finalizado en 1912, con cinco cúpulas, que representan a Cristo y a los cuatro evangelistas. Por ese lugar han pasado muchas de las plegarias y esperanzas de los rusos que encontraron en Francia un lugar de refugio al abandonar su país. El interior de la catedral era pequeño, en nada comparable a lo que en Occidente entendemos por catedral. El reducido espacio hacía que no se formaran grupos de gente, pero apenas se veía a personas que se detuvieran a admirar pausadamente los iconos.
 
Cuando hay una profusión de imágenes, suele suceder que no todo el mundo se fija en lo que arquitectos y decoradores quisieron resaltar. Por ejemplo, la imagen de la cúpula principal de San Nicolás, en la que aparece la Virgen, rodeada de ángeles, y que lleva en su seno de Jesús. Por eso, me da la impresión que muchos católicos han perdido la capacidad de contemplar la belleza de las imágenes religiosas porque en ocasiones han encontrado en sus templos demasiadas paredes desnudas. Todo ello en nombre de una estética que, pretendiendo estar muy cerca de la vida corriente, incurrió en un déficit de sensibilidad. Hay quien se recrea en los iconos ortodoxos, le agradan, pero no le resulta fácil comprender su simbología. Más que catequizar como en otros tiempos, los iconos suscitan preguntas que la mayoría no sabrían contestar. Unos ven en el icono una bella y colorida imagen, otros lo miran con una mezcla de curiosidad, aunque también de cierto recelo, como si se tratara de una especie de extraños ídolos.
 
El icono de la ortodoxia es, ante todo, la expresión de un rostro. En este sentido la ortodoxia es plenamente cristiana, pues todo icono es una invitación a descubrir el rostro de Dios, que también está presente en el rostro de sus amadas criaturas: su Madre, los ángeles o los santos. Sin rostro, no hay cristianismo. Quien sabía mucho de estas cosas fue un teólogo ortodoxo francés, Olivier Clément (1921-2009), que llegó al cristianismo de Oriente procedente del ateísmo. Un gran intelectual, un enamorado de la belleza, autor de una recomendable biografía del patriarca Atenágoras, aquel gran impulsor del ecumenismo junto a san Pablo VI. Precisamente otro papa santo, Juan Pablo II, encomendó a Clément los textos del Vía Crucis del Coliseo en 1998, una lectura que me atrevo a sugerir para cualquier semana de la unidad de los cristianos.
 
La sexta estación, correspondiente al momento en que Verónica limpia el rostro de Jesús, es, muy representativa de la teología de Clément, un cristianismo del rostro. En ese texto se señala que un esclavo es el que carece de rostro. Una definición muy precisa en un mundo en que se esclaviza a las personas, se las cosifica, lo que supone privarlas de rostro y reducirlas a un número o a un cuerpo sin identidad. Si los que los maltratan o los ignoran, se detuvieran para mirar sus rostros, en muchos casos renunciarían a su actitud agresora y egoísta porque con la contemplación del rostro habrían recuperado su humanidad, en todo o en parte. Jesús, el más bello de los hijos de los hombres, por decirlo con palabras de un salmo, es un esclavo torturado. No parece asemejarse a esta descripción de su antepasado David, “era rubio, de hermosos ojos y buena presencia” (1 Sam, 16, 12). Sus verdugos solo ven en él a un hombre vacilante bajo el peso de una cruz, con un pelo enmarañado y una cabeza sangrante por la corona de espinas. Entonces, nos recuerda Clément, Jesús se identifica con todos los sin rostro del mundo, la mayoría de los que pasan a nuestro lado y que apenas miramos. ¿Cuándo brilla de nuevo el rostro de Cristo? Cuando surge una Verónica, mujer u hombre, que se acerca a él y libra su faz de una máscara de sudor, sangre y escupitajos. Podríamos añadir que no solo hay que limpiar el rostro de Jesús. Limpiemos también el nuestro, pues llevamos máscaras que nos impiden ver el rostro de los hombres, y quien no ve el rostro de los hombres, tampoco ve el rostro de Dios.
 
En las últimas décadas los católicos hemos aprendido a valorar cada vez más la Sagrada Escritura, tal y como hacen las iglesias reformadas. Nos hemos encontrado con la Palabra, pero esa Palabra necesita encarnarse en un rostro. El Verbo tiene un rostro. La ortodoxia nos lo recuerda de continuo. El rostro es una continua interpelación, pues pide ser contemplado para ser verdaderamente amado. El rostro nos recuerda que no solo somos espíritu. También somos materia. Un icono de madera pintada es también una advertencia contra el peligro del espiritualismo descarnado.
 
Caí en la cuenta de todo esto poco después, cuando estaba a punto de salir de la catedral de San Nicolás y busqué dentro una librería religiosa, semejante a la que hay en algunas iglesias católicas. No encontré ninguna. Tan solo un puesto en que se vendían folletos y representaciones de iconos. Nada para leer. El logos había (sido) sustituido por el rostro, porque, después de todo, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Se hizo materia por mí para que pueda contemplar su Rostro y sus rostros.



 

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