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La joven francesa Laetitia comparte en un video, que puedes ver al final de este relato, las razones de su gratitud a Cristo tras alejarse por años de los valores católicos que había adquirido de sus padres.
El inicio de la adolescencia de Laetitia coincidió con el traslado de la familia a la isla Noumea (Nueva Caledonia, Oceanía), donde ella comenzaría a pasar límites. “Me dejé atrapar rápidamente por la vida nocturna, las borracheras y relaciones emocionales complicadas, desordenadas”, señala.
Acumulando heridas
Debido a este comportamiento, la relación con su familia se tornó compleja y comenzaron a sumarse heridas que potenciaban la reacción compulsiva de Laetitia. Así, cada vez que se cuestionaba ella misma o enfrentaba conflictos con otros por su vida desordenada, volvía repetir las mismas conductas. Un círculo de evasión que le iba dejando una sensación de vacío y dolor.
“Muy rápidamente mi vida familiar se volvió un poco desarticulada y con heridas. Cuando regresamos a Francia, hice un año de universidad, pero iba más al bar que a la sala de clases; y asistí a demasiadas fiestas de estudiantes”.
Precisamente en una de estas juergas conoció a otra joven en crisis pues se había enterado hacía muy poco de su embarazo y estaba pensando si debería abortar. Laetitia, aunque ya no era una católica practicante, pensando en ayudarla le propuso ir juntas a una jornada juvenil. “El día antes de irnos a este encuentro con otros jóvenes ella canceló, me dijo que no iba a venir y me fui sola”.
Ven Señor Jesús
Cuando lleguó al lugar estaba algo incómoda “pues la mayoría se conocían y sonreían a cada momento”, recuerda. Durante la misa, el malestar anímico se volvió físico, casi insoportable y llegó un punto en que ya no pudo contener el llanto. Se desbordó su dolor y sentía la urgente necesidad de cambiar, ser alguien distinta, recuerda Laetitia. “Miré al cielo y dije: «Jesucristo, si todo lo que me han dicho de ti desde que era niña es verdad, ven y demuéstramelo, porque no quiero vivir así, creo que el mundo es demasiado duro, no quiero vivir así»”.
Aunque no hubo visiones ni voces que le respondieran a esa súplica, la misericordia de Dios estaba actuando en el alma de esta joven. Nada más terminada la eucaristía se puso en pie, buscó al sacerdote y sin mayores preámbulos comenzó a hablarle de su vida. Cerró los ojos mientras se encontraba confesando, dice, y pudo sentir a Jesús: “Estaba segura de que era Jesús en la persona del sacerdote quien ponía su mano sobre mi hombro y me decía: «Estoy aquí, siempre he estado a tu lado y me quedo contigo». Salí de esa confesión con una paz que nunca había experimentado. A partir de este encuentro con Jesús cara a cara, tengo la certeza de que Él está conmigo cada día de mi vida, y que me guía en todos los pasos que debo dar, ya sea un paso de perdón o una simple escucha”.
Perdonar y perdonarse
Tras un año de esta sanadora experiencia Laetitia regresó al mismo lugar, como una peregrina señala, a conversar con el sacerdote que le había confesado. Aún cargaba heridas en relación con sus padres y confiaba en que este hombre de Dios podía ayudarla.
“El sacerdote me escuchó y me dijo después de un corto tiempo de silencio: «¿No crees que te corresponde a ti pedir perdón a tus padres, especialmente a tu padre, por las preocupaciones que les has causado?» No me esperaba este consejo. Después de un tiempo me reuní con mis padres y les pedí que me perdonaran por lo inmadura que fui por tanto tiempo. Hoy en día tenemos una relación sólida y agradable, gracias a ese perdón que intercambiamos mutuamente”.